Estoy sentada frente a mi computadora con un té al costado y pensando qué otra canción puedo escuchar a parte de la que estoy escuchando sin parar hace dos días. No se me ocurre nada, no pasa nada en Facebook. Pero el Facebook.... para otro día. Ahora, sentada aquí, bañada y cambiada, sin mucho que hacer aparentemente, se me ocurre ir a ver televisión. Mi televisión, la mejor manera de dejar de pensar, la mejor manera de relajarse y huir. Por lo menos para mí, lamentablemente.
Reconozco mi adicción a la televisión. No es ninguna sorpresa, lo soy desde que soy niña. Y eso que cuando niña (ocho, nueve), mi adicción era más fuerte. Sin embargo, cuando fui creciendo se volvió como un refugio, algo a lo que recurría, no solo por que necesitaba ver televisión, si no porque sentía que era el único lugar a donde podía ir. Si me sentía mal, la televisión era el alivio más inmediato. Me distraía y evitaba, hasta cierto grado, claro, que me ahogase en el ciclo infinito de la conciencia magullada. La mejor manera de huir y desaparecer. Y aun así no esté deprimida, la televisión siempre supuso un momento de “paz”, me puedo abstraer y pensar en cualquier otra cosa menos en mi vida, cosa que a veces cansa.
Por ejemplo ahora, siento que tengo demasiadas cosas por hacer, infinitas. Pero no me refiero a responsabilidades a corto plazo impuestas por algún profesor, padre o jefe. Hablo de ese tipo de cosas que uno siente adentro, impacientes por salir, que le dan puñetes a uno desde adentro “¡Hazme! ¡Hazme! ¡Soy esa foto que hace seis meses quieres tomar! ¡Tómame!”. Y como esa, miles de voces de miles de proyectos que ruegan por ser ejecutados. Navego por la web encontrándome con blogs y páginas, y fotoblogs y etcéterablogs, de gente que hace cosas increíbles, gente cuyo arte no hace más que inspirarme y emocionarme pensando en lo que yo haré. Las voces internas se exasperan, “¿Ves como él lo hace? ¿Por qué tú no me haces, ah? Soy ese cuento que espera ser escrito hace años… ¡Y no soy el único en la sala de espera!”. Debo tener más quejas en mi cerebro que las ventanillas de Indecopi.
Como seguidora activa del movimiento procrastinatorio, que ha logrado adquirir tantos adeptos en nuestra generación, cada vez que me encuentro en abrumantes situaciones como esta, elegiría ir a ver televisión y cerrar mi horario de atención. Drásticamente cerrar la ventanilla y cambiar el cartelito a “Cerrado”, prender la tele y ahh… paz. Pero esta vez no, esta vez decidí atender al siguiente. “Número 48983….” dije, unos ojos ilusionados como los del gatito de Schreck se alzaron entre las otras miles de ideas que sostenían su ticket con cara de aburrimiento e indignación. Miraban a la idea que acababa de ser llamada a que se acerque a la ventanilla con recelo. Se acercó casi con lágrimas en los ojos y dijo “¿Ya me vas a escribir? ¿Si…? ¿Me harás todo bonito, con fotos y todo?” “Sí, sí, te haré, te haré… pero, ¿tienes todos tus papeles en orden, no? ¿Ya estás preparado? ¿Listo?”, “¡Sí, sí, sí!”, respondió rebotando como el chavo y sonriendo ampliamente. “Bueno, entonces, en ese caso, Blog, se te ha otorgado el permiso de ejecución”, dije. Cogí un sello enorme y en letras rojas estampé “APROBADO” en los papeles de Blog.